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              E M CIORAN

 

DE LAGRIMAS Y DE SANTOS

(Lacrimi si Sfinti, 1937)

 

 

 

 

Prefacio

 

En sus Conversaciones con Chestov, Benjamin Fondane cita unas palabras de Chestov, según las cuales la mejor manera de filosofar consiste en «seguir solo el propio camino», sin utilizar como guía a otro filósofo, o, mejor aún, en hablar de sí mismo. Fondane añade: «el tipo del nuevo filósofo es el pensador privado, Job sentado sobre su estercolero». Cioran pertenece a esa raza de pensadores. Durante mucho tiempo ignorado, no fue leído más que por marginales.

Si sus paradojas divierten o irritan a algunos de sus lectores, otros, los verdaderos, experimentan una extraña sensación de euforia al borde del abismo, como esa joven libanesa que le leía en un sótano de Beirut durante los bombardeos, pues su espíritu le resultaba estimulante y su humor tónico en medio del desastre. O como aquella japonesa que, queriendo liquidarse, descubrió a tiempo las palabras de Cioran sobre el suicidio y se puso a escribirle, transformando así su obsesión en conversación epistolar.

Lo que descubren quienes se acercan a su obra es el don que tiene de arrastrarnos, mediante la escritura, hacia una aventura más allá de lo libresco. Es el tono, que él mismo define como «lo que no puede inventarse, aquello con lo que se nace... una gracia heredada, el privilegio que tienen algunos de hacer sentir su pulsión orgánica, el tono es más que el talento, en su esencia» (Del inconveniente de haber nacido).

Cioran ha repudiado siempre el pensamiento teórico como tal: «Yo no he inventado nada, no he sido más que el secretario de mis sensaciones». Sus lecturas le han hecho regresar constantemente a sí mismo, sus congojas de siempre, que ha convertido en una de las materias de su obra. Su escepticismo se halla injertado sobre un temperamento constantemente al acecho. «Lo que queda de un filósofo es su temperamento... cuanto más impetuoso es, más arremeterá contra todo», escribe en El aciago demiurgo. Maestro de la paradoja, de la negación, de la denigración, «cortesano del vacío», según una expresión que podría ser suya, Cioran es una paradoja: un escéptico que no se ha desapegado de la vida y que ha sido siempre prisionero de su naturaleza. Esa dependencia es ya perceptible en sus primeros ensayos escritos en rumano. Resulta interesante hojear hoy, a la luz de su obra posterior el Cioran lejano de los años treinta.

Relacionando esos ensayos de juventud con su obra francesa, aclaran el camino que tomó tras su paso al francés con armas y bagajes, es decir tal como era al final de la década de los treinta, lector apasionado de Kierkegaard y de Chestov, y más aún del Eclesiastés y de Job, sus libros de cabecera. En esos primeros libros descubrimos lo que Cioran ha conservado de sí mismo y aquello de lo que se ha desembarazado, y también cómo era entonces y el personaje en que se transformó tras su encuentro con la lengua francesa.

A los veintitrés años, cuando publica Sobre las cimas de la desesperación (Pe culmile disperarii, 1934), Cioran ya lo ha leído todo y ha definido el objeto de sus reflexiones: él solo enfrentado consigo mismo, con Dios y la Creación. Desde el comienzo volvió su lucidez casi monstruosa contra sí mismo: el «pensar contra uno mismo» y «el aficionado a los paroxismos» se hallan ya en ese primer libro. Sus primeros capítulos los titula de manera reveladora: «No poder ya vivir», «El sentimiento del final», «Lo grotesco y la desesperación», «Presentimiento de la locura», «Melancolía», «Extasis», «Apocalipsis», «Monopolio del sufrimiento», «Ironía y antiironía», «Trivialidad de la transfiguración», etc.

Todo está ya ahí; desde el sentimiento de lo irreparable y de lo irremediable, la inquietud, la angustia, el sentimiento de la nada, el elogio del silencio, hasta sus manías personales, sus insomnios, sus paseos nocturnos, su pereza, su pasión por la música, la obsesión del suicidio. El día que cumplió veintidós años escribió al final de uno de los capítulos de su primer libro: «Experimento una extraña sensación al pensar que a esta edad soy un especialista del problema de la muerte». Sobre las cimas de la desesperación trata el tema del exilio metafísico: «¿Sería para nosotros la existencia un exilio y la nada una patria?» ‑tema al que volverá cuarenta años más tarde en Del inconveniente de haber nacido: «Toda mi vida he vivido con el sentimiento de haber sido alejado de mi verdadero lugar. Si la expresión "exilio metafísico" no tuviera ningún sentido, mi existencia hubiera bastado para darle uno». Sobre las cimas... revela un Cioran que desea subrayar «los recursos líricos de la subjetividad» y para quien «el lirismo es una forma bárbara cuyo valor consiste en ser sólo sangre, sinceridad y llamas», un Cioran que detesta «las civilizaciones refinadas, anquilosadas en formas y marcos», y los hombres que se imponen actitudes hasta en la agonía. (Más tarde, en La tentación de existir, volverá a esa idea y a esa imagen en el retrato que hará de los franceses, caracterizados como un pueblo de comediantes, «grandes especialistas de la muerte».) En un ensayo revelador compara la desesperación enraizada en el ser con la duda, que es más cerebral, y escribe que los expertos en el Hombre acaban siendo escépticos. Repudiando el lirismo de su juventud, adoptando la duda y la sonrisa irónica del moralista, el Cioran que ha cambiado de lengua no abandonará sus obsesiones, sus manías, sus tics.

Continuará obsesionado por la degradación del cuerpo, por la enfermedad y el sufrimiento que le hacían escribir en 1934: «el problema del sufrimiento es infinitamente más importante que el del silogismo... una lágrima tiene siempre raíces más profundas que una sonrisa». Y en el capítulo «Nada es importante», estas líneas, tan suyas: «nunca he llorado, pues mis lágrimas se han transformado en pensamientos. Y esos pensamientos, ¿no son acaso tan amargos como las lágrimas?» Veinte años más tarde, volverá a utilizar dos términos clave, «silogismo» y «amargo», para convertirlos en francés en un título que tendrá gran éxito: Silogismos de la amargura (1952).

Publicado en 1937, año en que llegó a París, De lágrimas y de santos (Lacrimi si Sfinti) estaba aún impregnado de ese «filosofar poéticamente» que propugnaba en Sobre las cimas de la desesperación. Hallamos en ese libro su pasión por los místicos, los santos y la música, temas de los que se acordará en el Breviario de podredumbre. (En rumano: «Los únicos hombres que envidio son los confesores y los biógrafos de las santas, por no hablar de sus secretarios...»). En francés: «hubo un tiempo en que estimaba que ser el secretario de una santa constituía la carrera más alta reservada a un mortal...». En ese su cuarto ensayo, lleno de efusiones, contradicciones e imprecaciones típicamente suyas, Cioran hacía una curiosa hipótesis: entreverá lo que él llamaba «una hermenéutica de las lágrimas que intentará descubrir sus orígenes y todas sus interpretaciones posibles... siendo la finalidad de semejante hermenéutica el guiarnos en el espacio que separa el éxtasis de la maldición».

Hay en todo autor una imagen clave que responde a una obsesión profunda y reveladora. En la obra de Cioran es la imagen de las lágrimas y de su corolario, los llantos. Esta curiosa fascinación le perseguirá incluso cuando ya nada le vincule a aquella época, ni a los autores que «habrán encantado su juventud», y se piensa en primer lugar en Nietzsche. Convertido más tarde en «experto en decadencias», conservará nostalgias metafísicas violentas y la imagen de las lágrimas surgirá con motivo de una reflexión, ascendiendo a la superficie de la conciencia como una evocación constante. Más tarde, las lágrimas cristalizarán poco a poco, desembarazadas de las connotaciones de su juventud lírica. En De lágrimas y de santos prevee el día en que deplorará, en que se avergonzará de haber amado tanto a las santas y «la mística, esa sensualidad trascendente». Se alejará de ellas y de sus efusiones, pero el adiós al lirismo no borrará en él el pensamiento y la imagen que le obsesionan. «Se nos piden actos, pruebas, obras y todo lo que podemos producir son lágrimas transformadas» (El aciago demiurgo). «El destino terrestre nos ha encadenado a esta materia morosa, lágrima petrificada contra la cual nuestras lágrimas, nacidas del tiempo, se rompen, mientras que ella, inmemorial, ha caído del primer estremecimiento de Dios» (Breviario de podredumbre). «Deberíamos tirarnos al suelo y llorar cada vez que tenemos ganas; pero hemos desaprendido a llorar... deberíamos poseer la facultad de gritar un cuarto de hora al día por lo menos. Si queremos preservar un mínimo equilibrio, volvamos al grito... la rabia, que procede del fondo mismo de la vida, nos ayudará a ello». (Ibid.) «La música, sistema de adioses, evoca una física cuyo punto de partida no serían los átomos sino las lágrimas» (Silogismos de la amargura). «Signo de que se ha comprendido todo: llorar sin motivo» (El aciago demiurgo). «¡La mentira, fuente de lágrimas! Esa es la impostura del genio y el secreto del arte» (Breviario de podredumbre).

Entre el Cioran rumano que a los veintiséis años escribía en De lágrimas y de santos: «Imposible amar a Dios de otra manera que odiándolo. Quien no ha experimentado la emoción de lo absoluto con un puñal en la mano no sospecha lo que significa el terror metafísico de la conciencia», y el Cioran que escribe en Del inconveniente de haber nacido: «Desgarrado entre la violencia y el desengaño, me doy la impresión de ser un terrorista que saliendo de casa con la idea de perpetrar un atentado se hubiese detenido a medio camino para consultar el Eclesiastés o Epícteto», hay identidad y continuidad de tono. A pesar de su escepticismo, sigue siendo un negador ávido de algún catastrófico sí», un «místico que se resiste a serlo», un Job más o menos curado, pero que antes ha sido ese apestado evocado en De lágrimas y de santos: «Job, lamentaciones cósmicas y sauces llorones... llagas abiertas de la naturaleza y del alma... corazón humano, llaga abierta de Dios». Más tarde en Silogismos de la amargura, la idea se precisa y la imagen se condensa en francés: «todo pensador, al comienzo de su carrera, opta a pesar suyo por la dialéctica o los sauces llorones». Renunciando a la búsqueda de las cimas, Cioran ha optado, como lo indica el enunciado claro y brillante en francés, por la lucidez feroz, repudiando lo absoluto y los sauces llorones pero no sus caprichos y sus obsesiones, merodeando alrededor de sí mismo, de sus abismos y de sus ansiedades que oculta con una mezcla muy propia de humor, rabia y resignación, volviendo siempre a sus estados de ánimo personales. «¿Es culpa mía si no soy más que un advenedizo de la neurosis, un Job en busca de una lepra, un Buda de pacotilla, un escita vago y extraviado?» Escuchémosle definirse tomándose a sí mismo como objeto de su burla: «un fracasado del desierto», «un estilita sin columna», «un erudito sardónico», «un enterrador ligeramente metafísico», «un veleidoso del nirvana», «un hastiado por decreto divino», «un delirante loco de objetividad»...

Cioran se complace en un autorretrato de extranjero, en el cual reconocemos a un personaje familiar, real o imaginario, fascinado por el ocio («cuando se ha frecuentado regiones donde el ocio era de rigor...»), por el fatalismo erigido en camino («he mimado tanto la idea de fatalidad...») y por el tedio, un hombre que ha «heredado del patrimonio de su tribu... la incapacidad de ilusionarse», un «especialista del estragamiento», atraído por los abúlicos, los veleidosos, obsesionado por los fracasados (ver «la efigie de un fracasado» en Breviario de podredumbre), y por los tarados ‑los adjetivos «tarado», «fracasado», «aterrado», «inaudito», «incalificable», expresiones como «nuestros estupores cotidianos», se hallan con frecuencia en su obra, como los colores sombríos o chillones de la paleta de un pintor. El sarcasmo cioranesco, con frecuencia dirigido contra sus propias tentaciones, esconde una forma de irrisión sutil, desarrollo de la irrisión balcánico‑latina que en rumano se denomina zeflemea. Sus «rabias y resignaciones» son el eco de un espíritu de polémica y de renunciación, dos rasgos que para Mircea Vulcanescu, en un ensayo célebre sobre La dimensión rumana de la existencia (1944), constituían una de las claves del espíritu rumano. Señalemos que ese ensayo estaba dedicado a su amigo E. M. Cioran. El espíritu rumano, decía Vulcanescu, tras haber atacado con virulencia y aniquilado al adversario (hombre, Historia, palabras), se resigna, cayendo en un fatalismo que le es propio.

Cuando Cioran escribe: «habría que volver a encontrar el sentido del destino, el gusto por la lamentación, restablecer las plañideras en los funerales», o cuando dice «no tener gusto más que por el himno, la blasfemia y la epilepsia», creemos oír detrás del brillo del estilo y la gesticulación demostrativa, una tonalidad subyacente, una lejana lamentación disfrazada de irrisión que toma del francés un sabor y un encanto extraños. Esas fórmulas donde las lágrimas a la manera oriental se encuentran con el espíritu seco del francés, frases como: «harto de extraviarme en los funerales de mis deseos», hacen oír en estado puro el sonido o el tono cioranesco. Más tarde, el aforismo dominará por su brevedad moderando, aunque nunca borrando, el eco de ese continuo lamentoso. «Apostemos por la catástrofe, más conforme con nuestro carácter y nuestros gustos», escribe en el más puro estilo seco y breve de los moralistas franceses, resumiendo así en Desgarradura lo que siempre ha sido el fondo de su actitud.

Por otra parte, desde la «Carta a un amigo lejano», (Historia y utopía), donde se define explícitamente como procedente de otro lugar («Siento cómo Asia se mueve en mis venas... me considero en medio de los civilizados como un intruso, como un troglodita enamorado de la caducidad, sumergido en plegarias subversivas, víctima de un pánico que no emana de una visión del mundo sino de las crispaciones de la carne y de las tinieblas de la sangre»), Cioran no ha cesado de proclamar sus orígenes y de renegar a la vez de ellos. «Sólo he experimentado una sensación de verdad, un estremecimiento de ser, en contacto con los analfabetos; algunos pastores de los Cárpatos me han causado una impresión mucho más fuerte que los profesores alemanes o los estetas de París». O bien: «¿Cómo dominarse, cómo ser dueño de sí mismo cuando se procede de una región en la que se ruge en los entierros?».

Uno de los rasgos característicos de Cioran es que ha sabido tomar consigo mismo la distancia necesaria para la creación literaria, preservando a la vez y trasvasándolo al francés, algo del espíritu del «pensador visceral» que fue en sus ensayos rumanos. «Frente al hombre abstracto, que piensa por el placer de pensar, se alza el hombre visceral, el pensador determinado por un desequilibrio vital que se sitúa más allá de la ciencia y del arte. Me gustan los pensamientos que conservan un aroma de sangre y de carne. Los hombres no han comprendido aún que la época de las preocupaciones superficiales e inteligentes se ha acabado y que el problema del sufrimiento es infinitamente más revelador que el del silogismo, un grito de desesperación infinitamente más significativo que una observación sutil... ¿Por qué nos negamos a admitir el valor exclusivo de las verdades vivas?» (Sobre las cimas de la desesperación).

La lengua francesa ha convertido a Cioran en lo que es mediante un efecto de frenado y de control impuesto a sus excesos, a sus violencias y a sus explosiones. Resulta interesante observar que la lengua en la que ha escrito sus libros rumanos es la lengua desordenada de un joven intelectual balcánico de antes de la guerra. La forma, las fórmulas, secreto del estilo de Cioran en versión occidental, son un don francés a ese «Job civilizado en la escuela de los moralistas».

Sanda Stolojan

 

DE LAGRIMAS Y DE SANTOS

 

No es el conocimiento lo que nos acerca a los santos, sino el despertar de las lágrimas que duermen en lo más profundo de nosotros mismos. Entonces únicamente, a través de ellas, tenemos acceso al conocimiento y comprendemos cómo se puede llegar a ser santo después de haber sido hombre.

 

El mundo se engendra en el delirio, fuera del cual todo es quimera.

...¿Cómo no sentirse cercano a Santa Teresa, quien, tras habérsele aparecido Jesús un día, salió de su celda corriendo y se puso a bailar en medio del convento, en un arrebato frenético, batiendo el tambor para llamar a sus hermanas a fin de que compartieran su alegría?

A los seis años leía las vidas de los mártires gritando: «¡Eternidad! ¡Eternidad!». Decidió entonces ir a convertir a los moros, deseo que no pudo realizar, a pesar de lo cual su ardor siguió creciendo hasta el punto de que el fuego de su alma no se ha apagado jamás, puesto que nosotros nos calentamos en él todavía.

 

Por el beso culpable de una santa, aceptaría yo la peste como una bendición.

 

¿Seré un día lo suficientemente puro para reflejarme en las lágrimas de los santos?

 

Resulta extraño pensar que varios santos hayan podido vivir en la misma época. Intento imaginarlos juntos, pero carezco de fervor y de imaginación. ¡Teresa de Avila, a los cincuenta y dos años, célebre y admirada, encontrando en Medina del Campo a un San Juan de la Cruz de veinticinco años, desconocido y apasionado...! La mística española es un momento divino de la historia humana.

¿Quién podría escribir el diálogo de los santos? Un Shakespeare aquejado de inocencia o un Dostoievski exiliado en una Siberia celeste. Toda mi vida merodearé en las inmediaciones de los santos...

 

Hubo una época en que los hombres podían dirigirse en cualquier momento a un Dios acogedor que enterraba en su Nada los suspiros humanos. Hoy nos hallamos desconsolados por no tener a quién confesar nuestros tormentos. ¿Cómo dudar de que antaño este mundo haya estado en Dios? La Historia se divide en un antaño en el que los hombres se sentían atraídos por el vacío vibrante de la Divinidad y un hoy en el que la nimiedad del mundo carece de aliento divino.

 

La música me ha dado demasiada audacia frente a Dios. Eso es lo que me aleja de los místicos orientales...

 

En el Juicio Final sólo se pesarán las lágrimas.

 

Los ojos no ven nada. Catherine Emmerich tiene razón cuando dice que ve con el corazón. Puesto que el corazón es la vista de los santos, ¿cómo no verían más que nosotros? El ojo tiene un campo reducido, ve siempre desde el exterior. Pero, siendo el mundo interior al corazón, la introspección es el único método que existe para alcanzar el conocimiento. ¿El campo visual del corazón? El Mundo, más Dios, más la nada. Es decir, todo.

 

Frecuentar a los santos es como hacerlo con la música o las bibliotecas. Desexualizados, ponemos nuestros instintos al servicio de otro mundo. En la medida en que resistimos a la santidad, demostramos que nuestros instintos están sanos.

 

El reino de los cielos invade poco a poco los vacíos de nuestra vitalidad. El objetivo del imperialismo celeste es el cero vital.

Cuando la vida pierde su dirección natural, busca otra. Así se explica que el azul del cielo haya sido durante tanto tiempo el lugar del supremo vagabundeo...

 

Añadamos que el hombre no puede vivir sin apoyo en el espacio; ese género de apoyo la música nos lo niega totalmente. Arte del consuelo por excelencia, ella abre en nosotros sin embargo más heridas que todas las demás.

La música es una tumba de deleites, una beatitud que nos amortaja...

 

«No puedo diferenciar las lágrimas de la música» (Nietzsche). Quien no comprende esto instantáneamente, no ha vivido nunca en la intimidad de la música. Toda verdadera música procede del llanto, puesto que ha nacido de la nostalgia del paraíso.

 

Hasta el comienzo del siglo XVIII abundaban los «tratados de perfección». Quienes se habían detenido en el camino de la santidad se consolaban escribiéndolos, hasta el punto de que durante siglos la perfección fue la obsesión de los santos fracasados. Los otros, los santos que lograron serlo, no se preocupaban ya de ella, puesto que la poseían.

Más recientemente, la perfección ha sido considerada con gran desconfianza y con un evidente matiz de desprecio. Optando por la tragedia, el hombre moderno tenía necesariamente que superar la nostalgia del paraíso y dispensarse del deseo de perfección.

Otras épocas, sometidas al terror y a las delicias cristianas, produjeron santos de los que se estaba orgulloso. Hoy, de lo más que somos capaces es de apreciarlos. Cada vez que creemos amarlos, no se trata más que de una debilidad nuestra que durante cierto tiempo nos los vuelve más cercanos.

 

Cuando el comienzo de una vida ha estado dominado por el sentimiento de la muerte, el paso del tiempo acaba pareciéndose a un retroceso hacia el nacimiento, a una reconquista de las etapas de la existencia. Morir, vivir, sufrir y nacer serían los momentos de esa involución. ¿O es otra vida lo que nace de las ruinas de la muerte? Una necesidad de amar, de sufrir y de resucitar sucede así al óbito. Para que exista otra vida, se necesita morir antes. Se comprende por qué las transfiguraciones son tan raras.

 

Después de todo, podríamos habernos dispensado de la obsesión de la santidad. Cada uno de nosotros se hubiera dedicado a sus ocupaciones, soportando alegremente sus imperfecciones. La frecuentación de los santos engendra un tormento estéril, su compañía es un veneno cuya virulencia crece a medida que aumenta nuestra soledad. ¿No nos han corrompido acaso mostrándonos mediante el ejemplo que los infortunios tenían una finalidad? Nosotros estábamos acostumbrados a sufrir sin objetivo, fascinados por la inutilidad de nuestros dolores, felices de contemplarnos en nuestras propias heridas.

 

La muerte sólo tiene sentido para quienes han amado apasionadamente la vida. ¡Morir sin dejar aquí nada...! El desapego es una negación tanto de la vida como de la muerte. Quien ha superado el miedo de morir, ha triunfado también sobre la vida, la cual no es más que el otro nombre de ese miedo.

No expirando en la cama, los mendigos no mueren, por así decirlo. Sólo se muere horizontalmente, durante esa preparación en la que el vivo supura la muerte. Cuando nada nos une a un lugar, ¿qué nostalgias podríamos tener en los últimos instantes? ¿Habrán escogido los mendigos su destino para no tener nostalgias que les torturen en la agonía? Errantes en la vida, continúan siendo vagabundos en la muerte.

 

Durante el tiempo en que trabajó en el Mesías, Händel se sintió transportado al cielo. Según sus propias palabras, sólo descendió a tierra al terminar su obra. Sin embargo, comparado con Bach, Händel es de aquí abajo. Lo que en el primero es divino es heroico en el segundo. La amplitud terrestre es la nota dominante händeliana: una transfiguración desde fuera.

Bach une la visión de un Grünewald a la interioridad de un Holbein; Händel, la solidez y los contornos de Durero a la audacia visionaria de Baldung‑Grien.

 

Imposible hacerse una idea precisa sobre los santos. Representan un absoluto al cual es preferible no apegarse, pero que tampoco conviene rechazar. Cualquier actitud nos condena. Tomando partido por los santos, estamos perdidos, sublevándonos contra ellos nos enemistamos con lo absoluto. Si no hubieran existido, ¡cuánto más libres habríamos sido! ¡Cuántas dudas menos hubiésemos tenido! ¿Qué ha podido ponerlos en medio de nuestro camino? Sería inútil querer olvidar el Sufrimiento.

 

El órgano expresa el estremecimiento interior de Dios. Comulgando con sus vibraciones nos autodivinizamos, nos desvanecemos en El.

 

Job, lamentaciones cósmicas y sauces llorones... Llagas abiertas de la naturaleza y del alma... Y el corazón humano ‑...

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